¿Quién no recuerda al Chapulín Colorado? Ese gallardo, torpe y entusiasta súper héroe que casi siempre de «chiripa» podía sacar de cualquier infortunio a quien lanzará al aire la pregunta: «¿y ahora, quién podrá defenderme?».
Cómo me gustaría que nuestro querido Chapulín anduviera por aquí, y es que la situación que se vive a lo ancho y largo del país solo puede resolverse con un personaje de ficción.
Me explico. En el último mes he escuchado cada vez más historias de las llamadas «pedidas de piso» o «derecho de suelo» como también se les conoce. Para quien afortunadamente no conoce el término, esto quiere decir que un grupo delictivo (generalmente asociado con un cártel) pide una renta a las personas con un negocio o comercio bajo la condición de darles protección pero con la amenaza de pagar las consecuencias si no «colaboran».
En Cuernavaca, al señor que todos los días manejaba su camión a la central de abasto para surtirse de fruta y verdura para vender, se le acercaron varias veces los maleantes para pedirle piso. Él, sin titubear, les contestaba que él no trabajaba para delincuentes, que su trabajo era para su familia. Meses después intentaron secuestrarlo en su mismo camión y solo pudo salvarse porque en su camino vio a un policía al cual le grito desesperado. A la fecha el señor de la verdura ya no abre su negocio y luce flaco y envejecido por este suceso.
Así ha sido mi último mes, veo noticias de que un cártel toma los famosos tacos de El Borrego Viudo y ahora son ellos quienes lo operan, leo en el periódico un relato de un comerciante en El Centro Histórico de la CDMX que tuvo que cerrar definitivamente su negocio familiar porque pagar piso ya no le dejaba utilidad alguna y que sus denuncias hacia las autoridades solo le trajeron más problemas, «una sentencia de muerte», decía.
Mis amigos con negocios propios me cuentan todas las maniobras que tienen que hacer para poder librar pagar un derecho de piso a las organizaciones delictivas. En fin, tal parece que es un impuesto no oficial que cualquier persona emprendedora se va a ver forzada a pagar tarde o temprano.
Me causa una impotencia terrible escuchar estas historias. Me causa impotencia porque sé que no hay manera posible en que esto se acabe, ¿por qué? porque está sucediendo lo mismo que pasa en México con todo lo que está mal: ya nos estamos acostumbrando.
Ya nos acostumbramos a saber que nuestras denuncias no van a servir de nada. Ya nos acostumbramos a saber que ni la policía ni el ejercito van a poder ejercer acción. Ya nos acostumbramos a saber que los cárteles mueven mucho dinero y matan a muchas personas, así que más vale no meterse con ellos. Pero más que todo, ya nos acostumbramos a estar jodidos.
Cómo recuerdo hace algunos años que la gente que emprendía con una tienda de abarrotes o una papelería con orgullo le titulaba «El Porvenir» o «La Esperanza». Hoy, quizá mejor deberían llevar por título el nombre del cártel al que le tiene que pagar, por que el porvenir suena a mochada, más impuestos, más mordida, más derecho de piso.
Hoy definitivamente puede cundir el pánico o «pandar el cúnico», da igual. De todas formas de esta no nos salva nadie, ni la inesperada astucia de nuestro entrañable Chapulín Colorado.